«Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste; cada día he sido escarnecido, cada cual se burla de mí. Porque cuantas veces hablo, doy voces, grito: Violencia y destrucción; porque la palabra de Jehová me ha sido para afrenta y escarnio cada día. Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude.» (Jeremías 20:7-9)
Todos conocemos a este profeta por un apodo: “el profeta llorón”.
Verdaderamente tenía razones para llorar, pues lo que estaba viviendo no era para menos.
Interesante llamado recibió de parte del Señor:
«Mira que te he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar.»
Dios le mandó a hablar a esta gente de dura cerviz; gente que había abandonado a Dios, gente idólatra que adoraron a otros dioses:
«Y a causa de toda su maldad, proferiré mis juicios contra los que me dejaron, e incensaron a dioses extraños, y la obra de sus manos adoraron. Tú, pues, ciñe tus lomos, levántate, y háblales todo cuanto te mande; no temas delante de ellos, para que no te haga yo quebrantar delante de ellos.»
«Así dijo Jehová: ¿Qué maldad hallaron en mí vuestros padres, que se alejaron de mí, y se fueron tras la vanidad y se hicieron vanos?»
Imagínate qué tarea le tocó y a quienes tenía que dirigirse, por lo cual no le fue fácil.
Dios le dijo que estaría con él, pero no le dijo que recibiría amenazas de muerte, que lo iban a mandar al cepo (instrumento que inmovilizaba al prisionero). Más tarde lo lanzaron a una cisterna con lodo suave, en el que se hundía; y en esos días empezaba a escasear el pan. ¡Hasta nosotros hubiéramos llorado! ¿No es cierto? Y todo por hablar la Verdad. ¡Imagínate!
Realmente si nos ponemos a estudiar este libro, a pesar de todas las tinieblas que rodean lo que se expone en él, hay palabra de Dios que levanta y cautiva, para seguir adelante.
Personalmente veo que es tremendo lo que Jeremías expresa: “me sedujiste”, “fuiste más fuerte que yo”, “había en mi corazón como un fuego ardiente”, “traté de sufrirlo y no pude”.
A pesar de todas las injusticias que había pasado, él permanecía fiel. Por supuesto que habló con Dios: «Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude.»
Era más grande lo que Dios le había hablado.”Pues era más fuerte que sus fuerzas” (Si puedes perdonar la repetición).
Esperemos que en nuestras tinieblas y en nuestros sinsabores, que seguramente tenemos o vamos a tener, y que a pesar de hablar la verdad, podamos decir: “Más fuerte fuiste tú que yo y me venciste”.
Que la misma convicción que tuvo Jeremías, ese mismo fuego ardiente en sus huesos, esté en los nuestros para hablar la verdad, obedecer a Dios, como se le mandó: «Tú, pues, ciñe tus lomos, levántate, y háblales todo cuanto te mande; no temas delante de ellos, para que no te haga yo quebrantar delante de ellos.»
Digámosle como Jeremías: “Me sedujiste, fuiste más fuerte que yo…” “Me venciste, traté de sufrirlo y no pude”.
Dejémonos seducir por Su Palabra, por Su Presencia y dejemos ese fuego arder en nuestro interior para edificar y plantar en nuestra nación.
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